Adeline Virginia Woolf
(Stephen de soltera; Londres, 25 de enero de 1882 – Lewes, Sussex, 28 de marzo
de 1941) fue una novelista, ensayista, escritora de cartas, editora, feminista
y escritora de cuentos británica, considerada como una de las más destacadas
figuras del modernismo literario del siglo XX.
Durante el período de entreguerras, Woolf fue
una figura significativa en la sociedad literaria de Londres y un miembro del
grupo de Bloomsbury. Sus obras más famosas incluyen las novelas La señora Dalloway
(1925), Al faro (1927) y Orlando: una biografía (1928), y su largo ensayo Una
habitación propia (1929), con su famosa sentencia «Una mujer debe tener dinero
y una habitación propia si va a escribir ficción». Fue redescubierta durante la
década de 1970, gracias a este ensayo, uno de los textos más citados del
movimiento feminista, que expone las dificultades de las mujeres para
consagrarse a la escritura en un mundo dominado por los hombres.
La
casa encantada
A cualquier hora que una se
despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de
la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía
ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y
también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les
despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos
despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía
decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han
encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y,
luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la
casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas
torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de
la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería
encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas
se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín
estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al
césped.
Pero lo habían encontrado en
la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana
reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el
vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a
mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la
puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del
techo... ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la
alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su
burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo...», latía suavemente el pulso de
la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto...», el pulso se detuvo
bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz
se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían
penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente
hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del
vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose
primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas
las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a
ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del
sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a
salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por
la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de
luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la
vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos,
la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella.
Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana...» «Plata entre
los árboles...» «Arriba...» «En el jardín...» «Cuando llegó el verano...» «En
la nieve invernal...» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con
suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el
pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos
se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna
extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la
linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el
amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la
linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su
espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de
luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados;
los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan
su dicha oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo»,
late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años...», suspira él. «Me has
vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo;
riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos
nuestro tesoro...» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A
salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito:
«¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.»